Un día en la vida: El último Mundial de nuestros días felices
El gran triunfo de la selección argentina en el Mundial de Qatar esconde una realidad dolorosa que, para los futboleros de todo el mundo, aunque especialmente para los seguidores de Lionel Messi, casi puede ser entendida como una victoria pírrica.
Manuel Montali | LVSJ
Algunos años atrás leí un cuento de fútbol que ilustraba con maestría una de las tantas facetas que tiene el deporte más popular, pero en su terruño universal, ese lodo en el que se mezclan desde los pataduras como yo hasta los cracks que hace unos días nos dieron, probablemente, la mayor exhibición en una final de Mundial.
En ese relato, un jugador que supo ser bueno entra a la cancha precedido por su leyenda, pero erra, pifia y malogra todo lo que pasa por sus pies. Antes que la pelota le ha llegado otra cosa: el tiempo.
Este último Mundial, con la proeza de un Lionel Messi de 35 años, plantándose ante los nuevos valores, sacando a pasear a los Joško Gvardiol y arrebatándole la gloria a los Kylian Mbappé, ha sido tan fantástico que nos ha hecho pasar desapercibida -por unos días- una realidad dolorosa. Ahora que la efervescencia por esta parábola bíblica del 10 argentino, y por el título, va bajando un poco, aparece como una pinchadura sobre tanta alegría. Y esa pinchadura tiene nombre, tiene apellido y tiene dorsal: el 7. Esa pinchadura es Cristiano Ronaldo.
Cuando el portugués desembarcó en el Real Madrid, en 2009, demostró de qué estaba hecho: dejaba su trono en Inglaterra para pelearle mano a mano al Barcelona que reinventaba el fútbol. Ese año empezamos a vivir la mejor rivalidad, la mejor épica que tuvo este deporte. Lionel Messi de un lado, en un equipo que desde el DT (Pep Guardiola) para abajo hacía apología de su semillero, de sus propios valores, de su escuela en La Masía. Del otro, CR7 en el Real Madrid, el mejor club del siglo XX, el que no necesitaba tiempo de siembra porque le sobraban billetes. Su alineación era una vidriera con lo mejor que se podía pagar en el mercado.
El mundo se paraba cada vez que estos planetas chocaban. Recuerdo tardes en que en las calles no volaba una mosca, en donde la vida se detenía, al mejor estilo Mundial, porque se jugaba un clásico español por Liga o Copa del Rey. Qué decir de la inolvidable serie de Champions 2011.
Durante muchos años, Messi y compañía regaron de magia los terrenos de España y Europa. Los futboleros en todo el mundo, aunque especialmente en estas latitudes, habíamos encontrado una poética que se escribía con los pies de la "Pulga". Amábamos al Barcelona y odiábamos a muerte al Madrid. Y, para nuestro deleite, Cristiano se llevó alguna que otra "manita" y otras tantas humillaciones.
Sin embargo, luego Pep dejó el Barsa y el tiempo le marcó las 12 a los dos grandes socios de Messi: Xavi y Andrés Iniesta. Desde 2015, la balanza se cayó sobre la Fuente de Cibeles, rompiéndose en favor de los "blancos". El portugués y los capitalinos ganaron cuatro Champions, las tres últimas de manera consecutiva. La alegría pasó a ser solo madrileña. El Barsa estaba bastante malherido cuando CR7 se fue al fútbol italiano. A nosotros igual nos tocó asistir al ocaso de esa escuela de fútbol, que había sido un ejemplo mundial, una filosofía de vida, pero que ahora intentaba tapar sus vergüenzas, pagando fortunas por cracks ajenos...
La mejor rivalidad, la de Messi vs. Cristiano, siguió limitada a Champions y el terreno de los Balones de Oro: uno y otro siempre en una corra aparte, midiéndose, empujándose los límites. Continuaron siendo los Roger Federer y Rafael Nadal del fútbol. Clase y naturalidad contra físico y esfuerzo infinito. Una comparación mentirosa, porque ambos tuvieron siempre de todo un poco, pero en grandes dosis.
A nivel selecciones, el recorrido de ambos había sido incluso similar, con más frustraciones que glorias (aunque Messi había ganado, muy temprano, un Mundial Sub 20 y los Juegos Olímpicos).
Cristiano, que en 2004 había perdido una Eurocopa en su propia casa, joven, contra una Grecia que sorprendió al mundo, pudo romper su maldición (y la de la selección de su país, que tenía el Palmarés en cero) recién en 2016, en ese mismo certamen. Repitió título internacional con la Liga de Naciones (europea) en 2019. Una proeza que lo ponía entre los aspirantes al Mundial 2022, mientras Messi se quejaba del VAR en Brasil. Sin embargo, siempre golpe contra golpe, y otra vez en tierras cariocas, Lionel también pudo hacer dominaditas con su karma, en la que había anticipado como su última Copa América, y que lo tuvo en un nivel todavía más estratosférico del que le conocíamos. Con un nuevo Balón de Oro, la Finalísima ante Italia y un invicto que arañó el récord internacional, el 10 argentino llegó a Qatar también con las máximas ilusiones.
Este capítulo ya se ha contado mucho en los últimos días. La epopeya de resiliencia de Messi fue tan magnífica que lo llevó a instaurar una nueva rivalidad, nada menos que contra Kylian Mbappé, el sucesor directo al trono, el retador. Un Mbappé que es fanático de CR7, que tenía su habitación llena de pósters de él, y que con su explosión, calidad y ambición recuerda a la mejor época del portugués. Pero al que el destino (es compañero de club de Lionel) y la diferencia de edad (11 años) sitúan lejos de la posibilidad de prolongar la dualidad. Sus luchas podrán ser con un Erling Haaland, pero falta mucha prórroga para que se defina. La rivalidad de Messi, sin contemporáneos a la vista, es solo contra la historia, contra la leyenda. Principalmente, contra la leyenda de un tal Diego Maradona.
No obstante, ese es el capítulo ya bastante abordado. El que no se ha contado del todo es el de la otra cara de la moneda, el de un Cristiano que en Qatar fue echado por el Manchester United y que se pasó el torneo envuelto en polémicas con su técnico y compañeros, perdiendo la titularidad hasta la eliminación de su escuadra contra Marruecos. Un Cristiano que se despidió del sueño de su selección y que, hoy, supuestamente está siendo ofrecido casi en remate para ser rechazado por todos los clubes en competencia de Champions. Un Cristiano al que el viento de los años, el viento que todo empuja, parece llevar a Arabia como último refugio... Él, que vivió por la gloria, por ser el mejor, cayendo en el ostracismo de un fútbol sin flashes.
Uno de los mejores libros que recuerdo haber leído de niño, varias veces, es "Vamos a calentar el sol". Se trata de la continuación de "Mi planta de naranja lima", de José Mauro de Vasconcelos. En esta novela, por fin, vemos al protagonista acariciar algo parecido a la felicidad. O algo más sutil: ser un niño. Ya no recibe palizas físicas, ya no hay un tren llevándose a sus seres queridos. Pero el drama vuelve a hacerse presente en el final, de una forma que un niño jamás entendería. Allí vemos al protagonista mordido por la nostalgia, apaleado por algo peor que los golpes de puño: Rosebud. Como el Ciudadano Kane, atribulado por la madurez, por la infancia perdida e irrecuperable.
En el cuento al que nos referimos al principio, el otrora "crack", después de errar, pifiar y malograr todo lo que pasa por sus pies, desaparece. Algunos testigos contarán, luego, que lo vieron caminando, solo y llorando. Así se fue CR7 de Qatar, el Mundial en el que muchos soñábamos con ver a Argentina-Portugal en la final más poética de la historia.
Solo una pluma como la de Eduardo Sacheri podría hacer saltar las costuras de una "Tango" e ir tan al fondo como lo hace en "Pericón" para afirmar: "Más de una vez he escuchado decir que ninguna historia tiene final feliz. Que todas, tarde o temprano, terminan mal. Y que el único modo de contar historias felices es tomar la precaución de detener el relato a tiempo".
El crepúsculo de Cristiano es indigno de su trayectoria. Es el ídolo en exilio, como el Quijote de León Felipe al que le dio música Joan Manuel Serrat, como los elefantes de la mitología popular, yendo a enterrar sus huesos -la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser- lejos de todos los que lo vieron en su esplendor. Y eso, para los que vivimos la mejor época del fútbol, es un pelotazo en el alma. Porque fuimos afortunados, y no lo sabíamos.
Este Mundial, el último de nuestros días felices, terminó con una victoria de ensueño. Pero fue una victoria pírrica, un gol en contra, porque puso punto final a la mejor rivalidad en la historia de este deporte. El relato no se detuvo. Y el tiempo llegó, al fin, para quitarnos lo bailado.